No llora al mirar a Sol

Cogió el último tren.
Esperó el día entero en la estación,
desde que empezaron a sonar las primeras conversaciones de los gorriones,
que iban camino a sus puestos de trabajos en los árboles de turno,
hasta que las llamaradas de los dragones iluminasen las noches.

Se la creyó.
Dijo que iría y al mirarla,
fue ella, Sol de sus tinieblas,
quien lloró al contemplar a Margarita,
de pie,
impasible,
sin esperanza.

La última llamada del ferrocarril sonaba a angustia mezclada con vergüenza. No traía equipaje más que sus ideas claras y deseos de huida, pero en su espalda pesaban los pocos escrúpulos de sus familiares y amigos.
Deambulaba entre los vagones, ningún asiento era tan confortable como las espadas afiladas que acunaban el compromiso que las había unido desde hacía cuatro años.
Quiso detener el camino.
Se arrepintió en el instante en el que se puso en marcha.
Ese no era su destino.

Abrió la puerta del maquinista.
Allí estaba Sol.
Sus ojos arrepentidos agachaban la mirada.
Margarita retiró el mechón que caía por la frente de la chica.
No sabían a donde se dirigía el tren, pero habían creado un paraíso en dos metros cuadrados, sin jerarquías, parcelas o clasificaciones.

 A fin de cuentas, es la estructura humana más paradisíaca que el mero hecho de ensoñaciones que se alejan de la realidad.

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